La Caja Borracha de Poesía Abierta

Poesía abierta significa conmoción. Semánticamente, está cerca de alguna definición pretendida de arte, pero no aspira a la vanidad de tal término. Poesía abierta es distracción sublime, es aservo de manifestaciones de insatisfacción, es expresión estética inscrita en linderos amplios del juicio sobre lo bello.
¿Qué se saca de una Caja Borracha de tal cosa? Haga usted la prueba, que lo ácido no va a pelarle la mano, que de pronto sí el ojo, y si nuestros humildes girones llegan a feliz efecto, el espíritu.
Bienvenidos. 713

Siniestra

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¿Podría indicarme cómo llegar a su casa desde la vieja estatua de René Higuita? No sabía quién era el tipo, así que dude un instante antes de empezar a hablar. El hombre se encontraba en el barrio en el que había crecido, y esto evocó imágenes saturadas de luz: tardes solitarias en las que recorría con mis manos la reja del pequeño patio, disfrutando de la temperatura de las baldosas calentadas por el sol y detallando con sosa paciencia el sonido de los pájaros y los buses.

Tiene que tomar la 80 en sentido norte hasta la calle 98 y girar hacia abajo. La calle empieza allí en una empinada pendiente, pasa por un coliseo cuyas graderías habitualmente están ocupadas por “muchachos”, luego por una escuela marcada por unas cuantas balas en su reja. Continuando, a mano derecha, verá una panadería llamada “La Esperanza”, de aspecto antiquísimo, con un teléfono público gratuito de los que solo quedan en los barrios más populares. Después baje tres calles, y a su izquierda verá otra panadería, con un muro que dice, todavía después de desaparecido el local “Salsamentaria Las Delicias”, donde los combos de muchachos iban a bailar cuando podían salir de sus respectivas cuadras. Allí gire hacia el norte.
El señor, con su voz de metales rudos en colisión, soltó un “ajá” que claramente lo evidenciaba absorto con mi descripción. Yo, aunque conservaba alguna mesura propia de una indicación formal, me deleitaba en optimizar lo más que podía la ocasión que tenía de llevar a palabras los recuerdos de aquel sector. Siga derecho por esta carrera, que es la 74, no se desvíe en ningún punto aunque la pista culebreé; luego de un colegio del tamaño de una manzana cercado por una reja anaranjada, una iglesia protestante que de costado parece un reclusorio para vendedores de helado retirados, y tres parques infantiles llenos de prados donde hay más marihuaneros que niños, la calle morirá en un supermercado “Consumo”. A ese punto me interrumpió, me dijo que conocía el Consumo, y tuvo un deceso de volumen al decirlo, que le irrigó cierto aire de melancolía a su tono.

Pase el Consumo y continúe hacía el norte, no hay muchos puntos de referencia, tal vez un parque de los de suelo de concreto con una decena de ancianos jugando ajedrez, en esas partidas aficionadas que son las únicas de este género en el deporte con tribuna, y un parqueadero lineal en el que se suceden 17 o 18 buses rojos bajo un techo selvático donde hombres con la piel embadurnada en grasa de motor parecen divertirse lavando los vehículos. Unas cuantas calles más adelante encontrará una unidad intermedia y un colegio cuyo coliseo se divisa desde la calle, allí la sombra parece fugarse en un radio de 100 metros abandonando su función a los alrededores de la institución, para bendecir solo a los colegialos que juegan futbol o saltan lazo. Continúe sobre la calle y se topará a la derecha con una pequeña escuela en la que se da un festín una variación pastel del amarillo que le da cierto aire de “adentro hay monjas”. Volteé entonces a la izquierda, y a la derecha cuando termine la calle apenas a una cuadra del lugar del giro. Cruzado un puente corto que se eleva sobre una quebrada habrá abandonado Medellín, y tendrá que fijarse en las direcciones de Bello.

Tuve que percatarme de que el señor continuaba allí, ¿Me está siguiendo? Sí, sí, solo que me parece charra su forma de guiarme, pero siga mijo, que yo lo estoy escuchando. A bueno, vea, le decía que ese puente separa Medellín de Bello, ahí en toda la mitad una vez mataron un tipo y los cuerpos de tránsito de cada municipio corrían el cadáver con el pie hacia norte y sur para dejarle la tarea a sus colegas de jurisdicción vecina. Me reí un poco contando la historia pero el señor se quedó frívolamente serio así que proseguí. A dos cuadras la calle se divide quedando en el vértice de la Y que se forma una Panadería de las que atiborraron el Valle luego de que el gobierno entregó recursos a paramilitares desmovilizados, sí, sí, esas bonitas con letra pegada y estilo de heladería gringa de los 50. Váyase por la izquierda, y una cuadra más adelante, luego de dos cafeterías de las de vieja data, con imprescindibles feligreses jubilados, verá a siniestra una peluquería montada en un sobremuro pintado de amarillo con letras verdes. ¿Qué es siniestra?, ah que pena, es lo opuesto de diestra; son denominaciones clásicas de la derecha y la izquierda que conservan un sentido maniqueísta del bien y el mal que le otorga a lo siniestro un sentido obscuro. Siniestro es algo macabro, pero también puede usarse para decir izquierda, de todas formas perdóneme el alambique, en esa cuadra el número 23-57 es el de mi casa. Hasta luego, no de nada.

¿Quién era ese señor? Mi hermana no sabía, y yo me quedé un poco molesto por el asunto, porque ella me había dicho con mucha naturalidad que le explicara cómo llegar desde la estatua de René Higuita, así que pensé que era el dueño de algún lote de trabajo de mi mamá. No me preocupé mucho de todas maneras: preparé un tinto y tomé la guitarra para intentar una pieza tributo que como siempre no me saldría. Como a la media hora tocaron la puerta. Abrí desprevenido y la empujaron con fuerza. Una vez me reincorporé, el hombre estaba parado frente a mí exactamente bajo el umbral, la tez ensombrecida por la luz que de afuera lo rodeaba. Con el mismo acceso de melancolía, la voz ronca preguntó si yo era el hijo de Jorge. Asentí con la cabeza, y disparó seis veces. Lo último que oí fueron los gritos de Catalina y mi mamá, y de nuevo más disparos.

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