La Caja Borracha de Poesía Abierta

Poesía abierta significa conmoción. Semánticamente, está cerca de alguna definición pretendida de arte, pero no aspira a la vanidad de tal término. Poesía abierta es distracción sublime, es aservo de manifestaciones de insatisfacción, es expresión estética inscrita en linderos amplios del juicio sobre lo bello.
¿Qué se saca de una Caja Borracha de tal cosa? Haga usted la prueba, que lo ácido no va a pelarle la mano, que de pronto sí el ojo, y si nuestros humildes girones llegan a feliz efecto, el espíritu.
Bienvenidos. 713

La semilla voladora (La paciencia, nº1)

|
La semilla caía una y otra vez, cortando el aire circularmente con sus tres hojas para alargar su estadía en el cielo, mientras Emilio se cercioraba de aquello que del mundo daba por sentado. Allí solo encontraba a su madre, que en medio de su silencio había sido diligente para prolongarle la vida, regalándole una sensación que sospechaba era amor. Entonces no iba a abandonarla, y su casa, y no la lejanía y las montañas, sería su lugar de confinamiento. Allí se dedicaría a atestiguar como la semilla se convertía en árbol. La puso en su boca con las tres hojas para afuera, sintiendo como las vellosidades del tallo laceraban casi imperceptiblemente sus labios; y empezó a caminar hacia la ruta del bus. 

Ahí por última vez escuchó una canción. Era un reggaetón de moda, que no decía mucho para él, y más bien le recordaba aquello de lo que carecía. Abajo del bus, caminó por el andén que conducía a su casa atento a que no germinara ninguna esperanza que comprometiera su decisión. Giró la llave y entró en su casa, donde sombras en forma de triángulo invadían el espacio; sabía que no volvería a traspasarlas de salida, y penetró al interior de ellas. 
Lo primero que hizo una vez en su cuarto – nuevo reclusorio -, fue cerrar la puerta. Se retiró la semilla de la boca, y sintió al hacerlo que se desprendía piel de sus labios, causándole mucho dolor. Bajó el espejo de la pared y se miró: tenía el labio inferior rodeado hacia el costado derecho de una mancha negra, fisurada por hendijas rojizas de sangre que separaban islas de carne en aparente proceso de putrefacción. Tiró el espejo al suelo y se hincó a llorar un rato, tal vez cinco o seis días. Luego de erigirse se llevó a la boca un puñado de arroz, el más reciente según su olfato de entre los platos que su madre había estado arrojando bajo la puerta. Luego de otros tantos puñados de arroz y un poco de agua del tiesto, se miró de nuevo en un trozo de espejo con forma de cuadrilátero irregular: la mancha negra ahora se extendía un poco hacia la cumbamba. Le pidió a mamá un martillo, y ella sin cuestionarlo se lo llevó, adjuntando otro plato con agua al encargo junto a la puerta. Abrió la puerta, la atrancó de nuevo, y empezó a golpearlo todo en el cuarto con el martillo. 

Luego de unos instantes, quizás siete u ocho días, y muchos puñados de arroz y tragos de agua, tuvo todo en el cuarto destrozado. Lo primero que padeció la furia de su cruzada fue el computador, que en pocos segundos se vio reducido a trozos de material. Después se encarnizó con los libros, arrancó páginas y páginas de enciclopedias y versiones piratas de textos clásicos, y luego molió a martillazos el estante, la cama, el viejo equipo de sonido con tocadisco, el improvisado closet, las paredes a las que removió sendos trazos de revoque dibujando a golpes formas que se iban evidenciando en el gris y el naranja que ocultara la pintura blanca. Solo le restaba una tarea al buen martillo, que ya había hecho suficiente al convertir la habitación en las ruinas que, cualquiera diría, causó un terremoto. Emilio formó un valle entre los escombros en el centro del cuarto, y empezó a martillar el suelo rompiendo hasta cavar un poso, donde vertió tierra fértil que había exigido a su madre en ofrenda. Luego hundió un poco la mano en la tierra, y cubrió la semilla voladora. 

Echado sobre su cultivo, esperó. La mancha negra terminó por apoderarse de todo su cuerpo, del que la carne bien podía desprenderse y arrojarse por ahí entre los escombros. El hedor del cuarto era insoportable, de suerte que la madre abandonó su oficio de amor. Se sabe de ella acaso que pasó sus años mendigando sentada en la acera de un banco en el centro de Medellín. 

Emilio empezó entonces a morir. Con los años, el tronco de la semilla salía en espiral por la ventana del cuarto, y se extendía por el pasillo abriendo sus brazos por todas las habitaciones. 

Pasado un tiempo, en vista de la ausencia de la madre y el hijo, los vecinos emprendieron una acción para demoler la casa, pues el árbol albergaba insectos de talla selvática, ratas y murciélagos. Luego del periodo suficiente para gestionar una petición en la alcaldía– mucho tiempo -, los vecinos lograron una orden para entrar a la casa y descuartizar el árbol. A punta de cierra llegaron hasta el cuarto donde se hallaba la base del tronco, y al incrustar la sierra en el mismo, brotó un rio escarlata que aterró a los encargados del trabajo. Al retirar a jalones algunas capas del tronco vieron que yacía dentro del mismo el cuerpo de Emilio, como cuando tenía catorce años y dejó de esperar algo para simplemente esperar.

0 comentarios:

Publicar un comentario