La semilla caía una y otra vez, cortando el aire circularmente con sus tres hojas para alargar su estadía en el cielo, mientras Emilio se cercioraba de aquello que del mundo daba por sentado. Allí solo encontraba a su madre, que en medio de su silencio había sido diligente para prolongarle la vida, regalándole una sensación que sospechaba era amor. Entonces no iba a abandonarla, y su casa, y no la lejanía y las montañas, sería su lugar de confinamiento. Allí se dedicaría a atestiguar como la semilla se convertía en árbol. La puso en su boca con las tres hojas para afuera, sintiendo como las vellosidades del tallo laceraban casi imperceptiblemente sus labios; y empezó a caminar hacia la ruta del bus.
Ahí por última vez escuchó una canción. Era un reggaetón de moda, que no decía mucho para él, y más bien le recordaba aquello de lo que carecía. Abajo del bus, caminó por el andén que conducía a su casa atento a que no germinara ninguna esperanza que comprometiera su decisión. Giró la llave y entró en su casa, donde sombras en forma de triángulo invadían el espacio; sabía que no volvería a traspasarlas de salida, y penetró al interior de ellas.